domingo, 19 de diciembre de 2010

EL POETA WALT WHITMAN POR: JOSÉ MARTÍ

EL POETA WALT WHITMAN
“Un poeta.—Walt Whitman.—Su vida, su obra y su genio.—Una fiesta literaria en
Nueva York.”
Nueva York, abril 23 de 1887.
Señor Director de La Nación:
"Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello
blanco, la barba sobre el pecho, la mano en un cayado." Esto dice un diario de hoy del
poeta Walt Whitman, anciano de setenta años, a quien los críticos profundos, que
siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su
época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad, ofrecen una doctrina comparable por
su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales
apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso
está prohibido.
¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los
hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos de otros,
atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como placeras, por
diferencias de meros accidentes como el pudín sobre la budinera, el hombre queda
amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la
moda de su tiempo: las escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogullan a los
hombres, como al lacayo la librea: los hombres se dejan marcar, como los caballos y los
toros, y van por el mundo ostentando su hierro: de modo que cuando se ven delante del
hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente; del hombre que camina, que ama,
que pelea, que rema; del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de
final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre
padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia, y se
resisten a reconocer a esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su
especie, descolorida, encasacada, amuñecada.
Dice el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de
aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de conceder un gobierno
propio a Irlanda, parecía él como mastín pujante, erguido sin rival entre la turba, y ellos a
sus pies como un tropel de dogos. Así parece Whitman con su "persona natural", con
su "naturaleza sin freno en original energía", con sus "miríadas de mancebos hermosos
y gigantes", con su creencia en que "el más breve retoño demuestra que en realidad no
hay muerte", con el recuento formidable de pueblos y razas en su "saludo al mundo",
con su determinación de "callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a admirarse
a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas"; así parece
Whitman, "el que no dice estas poesías por un peso", el que "está satisfecho, y ve,
baila, canta y ríe", el que "no tiene cátedra, ni filosofía, ni escuela", cuando se le
compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo
aspecto,􀂾poetas de aguamiel, de patrón, de libro,􀂾figurines filosóficos o literarios!
Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido,
abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi está al borde
de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el retrato de Víctor Hugo; Emerson,
cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo;
Tennyson, que es de los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en
Inglaterra, tiernísimos mensajes al "gran viejo".
Robert Buchanan, el inglés de palabra briosa, "¿qué habéis de saber de letras,—grita
a los norteamericanos,—si estáis dejando correr, sin los honores eminentes que le
corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?". La verdad es que su poesía,
aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el
empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalescencia. Él se crea su
gramática y su lógica: él lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja: "Ese que limpia
suciedades de vuestra casa, ese es mi hermano". Su irregularidad aparente, que en el
primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso
extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el
horizonte.
Él no vive en Nueva York, su "Manhattan querida", su Manhattan de rostro
soberbio y un millón de pies “a donde se asoma cuando quiere entonar el canto de lo
que ve a la libertad"; vive, cuidado por "amantes amigos",—pues sus libros y
conferencias apenas le producen para comprar pan,—en una casita arrinconada en un
ameno recodo del campo, de donde en un carruaje de anciano le llevan los caballos que
ama a ver a los "jóvenes forzudos" en sus diversiones viriles, a los "camaradas" que no
temen codearse con este iconoclasta que quiere establecer "la institución de la
camaradería", a ver los campos que crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las
parejas de novios, alegres y vivaces como las codornices. Él lo dice en su Calamus, el
libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: "Ni orgías, ni ostentosas
paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las ventanas atestadas de comercios,
ni la conversación con los eruditos me satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los
ojos que encuentro me ofrezcan amor: amantes, continuos amantes es lo único que me
satisface".
Él es como los ancianos que anuncia al fin de su libro prohibido, sus Hojas de yerba:
"Anuncio miríadas de mancebos gigantescos, hermosos y de fina sangre; anuncio una
raza de ancianos salvajes y espléndidos."
Vive en el campo, donde el hombre natural labra al sol que lo curte, junto a sus
caballos plácidos, la tierra libre; mas no lejos de la ciudad amable y férvida, con sus
ruidos de vida, su trabajo graneado, su múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo
de las fábricas jadeantes, el sol que lo ve todo,􀂾"los gañanes que charlan a la merienda
sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de
caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de
la maternidad". Pero ayer vino Whitman del campo para recitar ante un concurso de
leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande y dulce,
"aquella poderosa estrella muerta del oeste", aquel Abraham Lincoln.
Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática
resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, trenos vibrantes, hímnica fuga, olímpica
familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados a leche latina,
académica o francesa, no podrían acaso entender aquella gracia heroica.
La vida libre y decorosa del hombre en un continente virgen ha creado una filosofía
sana y robusta que está saliendo al mundo en epodos atléticos. A la mayor suma de
hombres libres y trabajadores que vio jamás la tierra, corresponde una poesía de
conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se levanta, como el sol del mar,
incendiando las nubes, bordeando de fuego las crestas de las olas, despertando en las
selvas fecundas las flores fatigadas y los nidos. Vuela el polen, los picos cambian
besos, se aparejan las ramas; buscan el sol las hojas, exhala todo músicas con ese
lenguaje de luz ruda habló Whitman de Lincoln.
Acaso una de las más bellas producciones de la poesía contemporánea es la mística
trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln. La naturaleza entera acompaña
en su viaje a la sepultura el féretro llorado. Los astros lo predijeron. Las nubes venían
ennegreciéndose un mes antes. Un pájaro gris cantaba en el pantano un canto de
desolación. Entre el pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los
campos conmovidos, como entre dos compañeros. Con arte de músico agrupa, esconde
y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo. Parece, al
acabar la poesía, como si la tierra toda estuviese vestida de negro, y el muerto la cubriera
desde un mar al otro. Se ven las nubes, la luna cargada que anuncia la catástrofe, las
alas largas del pájaro gris. Es mucho más hermoso, extraño y profundo que El Cuervo de
Poe. El poeta trae al féretro un gajo de lilas.
Su obra entera es eso:􀂾
Ya sobre las tumbas no gimen los sauces, la muerte es "la cosecha, la que abre la
puerta, la gran reveladora": lo que está siendo, fue y volverá a ser: en una grave y
celeste primavera se confunden las oposiciones y penas aparentes: un hueso es una
flor. Se oye de cerca el ruido de los soles, que buscan con movimiento majestuoso su
puesto definitivo en el espacio: la vida es un himno: la muerte es una forma oculta de la
vida: santo es el sudor y el entozoario es santo: los hombres, al pasar, deben besarse en
la mejilla: abrásense los vivos en amor inefable: amen la yerba, el mar, el animal, a muerte;
el sufrimiento es menos para las almas que el amor alegra: la vida no tiene penas para el
que entiende a tiempo su sentido: de un mismo germen son la miel, la luz y el beso: en la
sombra, que esplende en paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con
música suavísima, por sobre los mundos, dormidos como canes a sus pies, un apacible y
enorme árbol de lilas.
Cada Estado social trae su expresión a la literatura, de tal modo que por las diversas
fases de ella pudiera contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus
cronicones y sus décadas.
No puede haber contradicciones en la naturaleza: la misma aspiración humana a
hallar en el amor durante la existencia y en lo ignorado después de la muerte un tipo
perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de ajustarse con
gozo los elementos que en la porción actual de vida que atravesamos parecen
desunidos y hostiles. La literatura que anuncie y propague armonía final y dichosa de
las contradicciones aparentes; la literatura que como espontáneo consejo y enseñanza
de la naturaleza promulgue la identidad en una paz superior de los dogmas y pasiones
rivales que en el Estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan; la
literatura que inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan
arraigada de la justicia y belleza definitivas que las deformidades y penurias de la
existencia ni los acibaren ni los descorazonen,􀂾no sólo revelará un Estado social más
cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente la
razón y la gracia, proveerá a la humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la
religión que confusamente aguarda desde que conoció la oquedad e insuficiencia de sus
credos antiguos.
¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los
pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental que creen que toda la fruta se acaba en la
cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o
derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los
pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras
que la poesía les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿A dónde irá un pueblo de hombres
que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?
Los mejores, los que unge la naturaleza con el sacro deseo de lo futuro, perderán, en un
aniquilamiento doloroso y sordo, todo estímulo para sobrellevar las fealdades humanas;
y la masa, lo vulgar, la gente de apetitos, los comunes, procrearán sin santidad hijos
vacíos, elevarán a facultades esenciales las que tienen servirles de meros instrumentos,
y aturdirán con el bullicio de una prosperidad siempre incompleta la aflicción
irremediable del alma, que sólo se complace en lo bello y grandioso.
La libertad debe ser, fuera de otras razones, bendecida, porque su goce inspira al
hombre moderno,—privado a su aparición de la calma, estímulo y poesía de la
existencia,—aquella paz suprema y bienestar religioso que produce el orden del mundo
en los que viven en él con la arrogancia y serenidad de su albedrío. Ved sobre los
montes, poetas que regáis con lágrimas pueriles los altares desiertos. Creíais la religión
perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque
vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la
libertad el culto nuevo. Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y
explica el propósito inefable y seductora bondad del universo.
Oíd lo que canta este pueblo trabajador y satisfecho, oíd a Walt Whitman. El
ejercicio de sí lo encumbra a la majestad, la tolerancia a la justicia, y el orden a la dicha.
El que vive en un credo autocrático es lo mismo que una ostra en su concha, que sólo
ve la prisión que la encierra y cree en la oscuridad, que aquello es el mundo: la libertad
pone alas a la ostra. Y lo que oído en lo interior de la concha parecía portentosa
contienda, resulta a la luz del aire ser el natural movimiento de la savia en el pulso
enérgico del mundo.
El mundo para Walt Whitman, fue siempre como es hoy. Basta con que una cosa sea
para que haya debido ser, y cuando ya no deba ser, no será. Lo que ya no es, lo que no
se ve, se prueba por lo que es y se está viendo; porque todo está en todo, y lo uno
explica lo otro, y cuando lo que es ahora no sea, se probará a su vez por lo que esté
siendo entonces. Lo infinitésimo colabora para lo infinito, y todo está en su puesto, la
tortuga, el buey, los pájaros, "propósitos alados". Tanta fortuna es morir como nacer,
porque los muertos están vivos: "¡nadie puede decir lo tranquilo que está él sobre Dios
y la muerte!". Se ríe de lo que llaman disolución, y conoce la amplitud del tiempo: él
acepta absolutamente el tiempo. En su persona se contiene todo: todo él está en todo:
donde uno se degrada, él se degrada: él es la marea, el flujo y reflujo: ¿cómo no ha de
tener orgullo en sí, si se siente parte viva e inteligente de la naturaleza? ¿Qué le importa a
él volver al seno de donde partió, y convertirse, al amor de la tierra húmeda, en vegetal
útil, en flor bella? Nutrirá a los hombres, después de haberlos amado. Su deber es crear:
el átomo que crea es de esencia divina: el acto en que se crea es exquisito y sagrado.
Convencido de la identidad del universo, entona el Canto de mí mismo. De todo teje
el canto de sí:􀂾de los credos que contienden y pasan, del hombre que procrea y labora,
de los animales que le ayudan, ¡ah! de los animales, entre quienes "ninguno se arrodilla
ante otro, ni es superior al otro, ni se queja". Él se ve como heredero del mundo. Nada le
es extraño, y lo toma en cuenta todo, el caracol que se arrastra, el buey que con sus ojos
misteriosos lo mira, el sacerdote que defiende una parte de la verdad como si fuese la
verdad entera. El hombre debe abrir los brazos, y apretarlo todo contra su corazón, la
virtud lo mismo que el delito, la suciedad lo mismo que la limpieza, la ignorancia lo mismo
que la sabiduría: todo debe fundirlo en su corazón, como en un horno: sobre todo debe
dejar caer la barba blanca. Pero, eso sí: "ya se ha denunciado y tonteado bastante”;
regaña a los incrédulos, a los sofistas, a los habladores; ¡procreen en vez de querellarse
y añadan al mundo! ¡Créese con aquel respeto con que una devota besa la escalera del
altar!
Él es de todas las castas, credos y profesiones, y a todas halla justicia y poesía.
Mide las religiones sin ira; pero cree que la religión perfecta está en la Naturaleza. La
religión y la vida están en la Naturaleza. Si hay un enfermo: "idos", dice, al médico y al
cura, "yo me apegaré a él, abriré las ventanas, le amaré, le hablaré yo al oído: ya veréis
como sana!: vosotros sois palabra y yerba, pero yo puedo más que vosotros, porque
soy amor".
El Creador es el verdadero amante, el camarada perfecto. Todos los hombres son
"camaradas", y valen más mientras más aman y creen, aunque “todo lo que ocupe su
lugar y su tiempo vale tanto como cualquiera”; mas vean todos el mundo por sí, porque
él, Walt Whitman, sabe, por lo que el Sol y el aire libre le enseñan, que una salida de Sol
le revela más que el mejor libro. Piensa en los mundos, apetece a las mujeres, se siente
poseído de amor frenético y universal oye levantarse de las escenas de la creación y de
los oficios del hombre un concierto que le inunda de ventura y cuando se asoma al río, a
la hora en que se cierran los talleres y el Sol de puesta enciende el agua, siente que tiene
cita con el Creador; reconoce que el hombre es definitivamente bueno; y ve que de su
cabeza, reflejada en la corriente, surgen aspas de luz.
Pero ¿qué dará idea de su vasto y ardientísimo amor? Con el fuego de Safo ama este
hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El lecho es para él un
altar. "Yo haré ilustres, dice, las palabras y las ideas que los hombres han prostituido
con su sigilo y su falsa vergüenza: yo canto y consagro lo que consagraba el Egipto."
Una de sus fuentes de su originalidad es la fuerza hercúlea con que postra a las ideas,
como si fuera a violarlas, cuando sólo va a darles un beso, con la pasión de un santo.
Otra fuente es la forma material, brutal, corpórea, con que expresa sus más delicadas
idealidades. Ese lenguaje ha parecido lascivo a los que son incapaces de entender su
grandeza: imbéciles ha habido que cuando celebra en Calamus, con las imágenes más
vehementes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de
colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por Cebetes y de Horacio
por Gyges y Lycisco. Y cuando canta en Los Hijos de Adán el pecado divino, en
cuadros ante los cuales palidecen los más calurosos del Cantar de los Cantares,
tiembla, se encoge, se vierte y dilata, enloquece de orgullo y virilidad satisfecha,
recuerda al dios del Amazonas que cruzaba sobre los bosques y los ríos esparciendo
por la tierra las semillas de la vida: "¡mi deber es crear!" "Yo canto al cuerpo eléctrico,
dice en Los Hijos de Adán; y es preciso haber leído en hebreo las genealogías
patriarcales del Génesis, es preciso haber seguido por las selvas no holladas las
comitivas desnudas y carnívoras de los primeros hombres, para hallar apropiada
semejanza a la enumeración de satánica fuerza en que describe, como un héroe ahíto que
se relame los labios sanguinosos, las pertenencias del cuerpo femenino. ¿Y decís que
este hombre es brutal?: oíd esta composición, que, como muchas suyas, no tiene más
que dos versos,􀂾sus Mujeres hermosas. "Las mujeres se sientan, o se mueven de un
lado para otro, jóvenes algunas, algunas viejas: las jóvenes son hermosas, pero las
viejas son más hermosas que las jóvenes." Y esta otra: Madre y niño. Veo el niño que
duerme anidado en el regazo de su madre. La madre que duerme, y el niño: ¡silencio! Los
estudio largamente, largamente”. Él prevé que, como ya se juntan en grado extremo la
virilidad y la ternura en los hombres de genio superior, en la paz deleitosa en que
descansará la vida han de juntarse, con solemnidad y júbilo dignos del universo, las dos
energías que han necesitado dividirse para continuar la faena de la creación.
Si entra en la yerba, dice que la yerba le acaricia, que "ya siente mover sus
coyunturas"; y el más inquieto novicio no tendría palabras tan fogosas para describir la
alegría de su cuerpo, que él mira como parte de su alma, al sentirse abrazado por el mar.
Todo lo que vive le ama. La tierra, la noche, el mar le aman; "¡penétrame, oh mar, de
humedad amorosa!" Paladea el aire. Se ofrece a la atmósfera como un novio trémulo.
Quiere puertas sin cerraduras y cuerpos en su belleza natural. Cree que santifica cuanto
toca o le toca, y halla virtud a todo lo corpóreo. El es "Walt Whitman, un cosmos, el hijo
de Manhattan, turbulento, carnoso, sensual que come, bebe y engendra, ni más ni
menos que todos los demás.” Pinta a la verdad como una amante frenética, que invade
su cuerpo y, ansiosa de poseerle lo liberta de sus ropas. Pero cuando en la clara
medianoche, emancipada el alma de ocupaciones y de libros, emerge entera, silenciosa y
contemplativa del día noblemente empleado, medita en los temas que más la complacen,
en la noche, el sueño y la muerte; en el “canto de lo universal, para beneficio del hombre
común”; en que es muy dulce morir avanzando" y caer al pie del árbol primitivo, mordido
por la última serpiente del bosque con el hacha en las manos.!
Imagínese qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje henchido de
animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los hombres. Recuerda en
una composición del Calamus los goces más vivos que debe a la naturaleza y a la patria;
pero sólo a las olas del océano halla dignas de corear, a la luz de la luna, su dicha al ver
dormido junto a sí al amigo que ama. Él ama a los humildes, a los caídos, a los heridos,
hasta a los malvados. No desdeña a los grandes, porque para él sólo son grandes los
útiles.
Echa el brazo por el hombro a los carreros, a los marineros, a los labradores. Caza y
pesca con ellos, y en la siega, sube con ellos al tope del carro cargado. Más bello que un
emperador triunfante le parece el negro vigoroso que apoyado en la lanza detrás de sus
percherones guía su carro sereno por el revuelto Broadway. Él entiende todas las
virtudes, recibe todos los premios, trabaja en todos los oficios, sufre con todos los
dolores. Siente un placer heroico cuando se detiene en el umbral de una herrería, y ve
que los mancebos, con el torso desnudo, revuelan los martillos por sobre sus cabezas y
golpean cada uno a su turno.
Él es el esclavo, el preso, el que pelea, el que cae, el mendigo. Cuando el esclavo
llega a su puerta, perseguido y sudoroso, le llena la bañadera, lo sienta a su mesa: en el
rincón tiene cargada la escopeta para defenderlo: si se lo vienen a atacar, matará a su
perseguidor, y volverá a sentarse a la mesa, ¡como si hubiera muerto una víbora!
Walt Whitman, pues, está satisfecho: ¿qué orgullo le ha de punzar, si él sabe que se
para en tierra o flor? ¿qué orgullo tiene un clavel, una hoja de salvia, una madreselva?
¿cómo no ha de mirar él con serenidad los dolores humanos, si sabe que por sobre ellos
está un ser inacabable a quien aguarda la inmersión venturosa en la naturaleza? ¿Que
prisa le ha de azuzar, si cree que todo está donde debe, y que la voluntad de un hombre
no ha de desviar el camino del mundo? Padece, sí, padece; pero mira como un ser menor
y acabadizo al que en él sufre, y siente por sobre las fatigas y miserias a otro ser que no
puede sufrir, porque conoce la universal grandeza. Ser como es le es bastante, y asiste
impasible y alegre al curso, silencioso o loado, de su vida. De un solo bote echa a un
lado, como excrecencia inútil la lamentación romántica: "¡No he de pedirle al Cielo que
baje a la Tierra para hacer mi voluntad!" Y ¿qué majestad no hay en aquella frase en que
dice que ama a los animales "porque no se quejan"?. La verdad es que ya sobran los
acobardadores: urge ver cómo es el mundo para no convertir en montes las hormigas:
dése fuerzas a los hombres, en vez de quitarles con lamentos las pocas que el dolor les
deja: pues los llagados, ¿van por las calles enseñando sus llagas?—Ni las dudas ni la
ciencia le mortifican: "Vosotros sois los primeros, dice a los científicos; pero la ciencia
no es más que un departamento de mi morada: no es toda mi morada: ¡qué pobres
parecen las argucias ante un hecho heroico! A la ciencia, salve, y salve al alma, que está
por sobre toda la ciencia." Pero en aquello en que su filosofía ha domado enteramente el
odio, como mandan los magos, es en la frase, no exenta de la melancolía de los vencidos,
con que arranca de raíz toda razón de envidia; ¿por qué tendría yo celos, dice, de aquel
de mis hermanos que haga lo que yo no puedo hacer?: "aquel que cerca de mí posee un
pecho más ancho que el mío, demuestra la anchura del mío". "Penetre el Sol la Tierra,
hasta que toda ella sea luz clara y dulce, como mi sangre. Sea universal el goce: yo canto
la eternidad de la existencia, la dicha y sentido de nuestra vida; y la hermosura
implacable del universo: Yo uso zapato de becerro, un cuello espacioso y un bastón
hecho de una rama de árbol".
Y todo eso lo dice en frase apocalíptica. ¿Rimas o acentos? ¡Oh no! su ritmo está en
las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos aparente de frases superpuestas y
convulsas, por una sabia composición que maneja en grandes grupos musicales las
ideas, como la natural forma poética de un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a
enormes bloqueadas.
El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los
poetas, corresponde por la pujanza y extrañeza, a su cíclica poesía y a la humanidad
nueva, congregada sobre un continente fecundo con tales portentos, que en verdad no
caben en liras ni serventesios remilgados.
Ya no se trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la
queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la vida, ni la discreción
que conviene a los cobardes. No de rimillas se trata y dolores de alcoba, sino del
nacimiento de una era, del alba de la religión definitiva, y de la renovación del hombre:
trátase de una fe que ha de sustituir a la que ha muerto, y surge con un claror radioso de
la arrogante paz del hombre redimido: trátase de escribir los libros sagrados de un
pueblo que reúne, al caer del mundo antiguo, todas las fuerzas nuevas de la libertad a
las ubres y pompas ciclópeas de la salvaje naturaleza: trátase de reflejar en palabras el
ruido de las muchedumbres que se asientan, de las ciudades que trabajan y de los mares
domados y los ríos esclavos. ¿Apareará consonantes Walt Whitman, y pondrá en
mansos dísticos estas montañas de mercaderías, bosques de espiras, pueblos de barcos,
combates donde se acuestan a abonar el derecho millones de hombres, y sol que en
todo impera, y se derrama con límpido fuego por el vasto paisaje?
Oh no: Walt Whitman habla en versículos, sin música aparente, aunque a poco de
oírla se percibe que aquello suena como el casco de la tierra, vienen por él, descalzos y
gloriosos, los ejércitos triunfantes.
En ocasiones parece el lenguaje de Whitman el frente colgado de reses de una
carnicería: otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la suave tristeza
del mundo a la hora en que el humo, se pierde en las nubes: suena otras veces como un
beso brusco, como un forzamiento, como el chasquido del cuero reseco que revienta al
sol: pero jamás pierde la frase su movimiento rítmico de ola. Él mismo dice cómo habla en
“alaridos proféticos": "estas son, dice, unas pocas palabras indicadoras de lo futuro".
Eso es su poesía: índice. El sentido de lo universal pervade el libro entero, y le da, en la
confusión superficial, una regularidad grandiosa; pero sus frases desligadas,
flagelantes, incompletas, sueltas, más que expresan, emiten: "Lanzo mis imaginaciones
sobre las canosas montañas". "Di tierra, viejo nudo montuoso, ¿qué quieres de mí?"
"Hago resonar mi bárbara fanfarria sobre los techos del mundo".
No es él, no, de los que echan a andar un pensamiento pordiosero, que va
tropezando y arrastrando bajo la opulencia risible de sus vestiduras regias: él no infla
tomeguines para que parezcan águilas; él riega águilas, cada vez que abre el puño, como
un sembrador riega granos. Un verso tiene cinco sílabas, el que le sigue cuarenta, y diez
el que le sigue. Él no esfuerza la comparación, y en verdad no compara, sino que dice lo
que ve o recuerda con un complemento gráfico e incisivo, y dueño seguro de la
impresión de conjunto que se dispone a crear, emplea su arte, que oculta por entero, en
reproducir los elementos de su cuadro con el mismo desorden con que los observó en la
naturaleza. Si desvaría, no disuena, porque así vaga la mente sin orden ni esclavitud, de
un asunto a sus análogos; mas luego, como quien si sólo hubiera aflojado las riendas
sin soltarlas, recógelas de súbito y guía de cerca con puño de domador la cuadriga
encabritada: sus versos van galopando, y como engullendo la tierra a cada movimiento:
unas veces relinchan ganosos, como cargados sementales; otras, espumantes y
blancos, ponen el casco sobre las nubes; otras se hunden, osados y negros, en lo
interior de la tierra, y se oye por largo tiempo el ruido.
Esboza, pero dijérase que con fuego. En cinco líneas agrupa, como un haz de huesos
recién roídos, todos los horrores de la guerra. Un adverbio le basta para dilatar o
encoger la frase, y un adjetivo para sublimarla. Su método ha de ser grande, puesto que
su efecto lo es; pero pudiera parecer que procede sin método alguno, sobre todo en el
uso de las palabras, que mezcla con nunca visto atrevimiento, poniendo las augustas y
casi divinas al lado de las que pasan por menos apropiadas y decentes. Ciertos cuadros
no los pinta con epítetos, que en él son siempre vivaces y profundos, sino por sonidos,
que compone y desvanece con destreza cabal, sosteniendo así con el turno de los
procedimientos el interés que la monotonía de un modo exclusivo pondría en riesgo. Por
reproducciones atrae la melancolía, como los salvajes. Su cesura, inesperada y
cabalgante cambia sin cesar, aunque se percibe un orden sabio en sus evoluciones,
paradas y quiebros. Acumular le parece el modo mejor de describir, y su raciocinio no
toma jamás las formas pedestres del argumento, ni las altisonantes de la oratoria, sino el
misterio de la intimación el fervor de la certidumbre y el giro ígneo de la profecía. A cada
paso se hallan en su libro estas palabras nuestras: Viva, camarada, libertad,
americanos. Pero ¿qué pinta mejor su carácter que las voces francesas que, con arrobo
perceptible, y como para dilatar su significación, incrusta introduce en sus versos?: ami,
exalté, nonchalant, ensemble; ensemble, sobre todas, le seduce, porque él ve el cielo de
la vida, de su pueblo y del mundo. Al italiano ha tomado una palabra: ¡bravura!
Así, celebrando el músculo y el arrojo, invitando a los transeúntes a que pongan en
él sin miedo su mano al pasar; oyendo, con las palmas abiertas al aire, el canto de las
cosas; sorprendiendo y proclamando con deleite fecundidades gigantescas; recogiendo
en versículos édicos las semillas, las batallas y los orbes; señalando a los tiempos
pasmados las colmenas radiantes de hombres que por los valles y cumbres americanos
se extienden, y rozan con sus alas de abeja la fimbria de la vigilante libertad;
pastoreando los siglos amigos hacia el remanso de la calma eterna,—aguarda Walt
Whitman, mientras sus amigos le sirven en manteles campestres la primera pesca de la
primavera rociada con champaña, la hora feliz en que lo material se aparte de él, después
de haber revelado al mundo un hombre veraz, sonoro y amoroso, y abandonado a los
aires purificadores, germine y arome, "¡desembarazado, triunfante, muerto!".
JOSÉ MARTÍ.
El Partido Liberal. México, 17 de mayo de 1887.
[OC, t. 13, p. 129-143]
La Nación. Buenos Aires, 26 de junio de 1887.

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