José Martí |
Críticas y Comentarios |
Perfil de Martí |
Esta crítica comentario acerca del Perfil de
Martí por Jorge Mañach fue escrita en agosto de 1940 en La Habana y
aparece en el folleto “Archivo de José Martí”, Año II No. I de Julio,
1941 Publicado por el Ministerio de Educación, Imprenta Escuela del
Centro Superior Tecnológico, Ciudad Escolar, Ceiba de Agua, La Habana,
Cuba, páginas 22-34.
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Perfil de Martí |
Allá en Oriente, cuyas imágenes traigo aún
prendidas a la emoción, la cadena de montañas que rodea a Santiago de
Cuba termina, vista desde el mar, en una, más señera que las demás, cuya
cima, cuando no la ocultan las nubes, tiene una rara forma cúbica, un
raro color de acero y, sobre todo, un raro desasimiento. Se perfila, en
efecto, como una gran mole cuadrada, que hubiera sido colocada allí
demiúrgicamente. Corona la sierra, y ya no es, sin embargo, parte sólida
de ella. Parece una dádiva geológica, una enorme improvisación
telúrica; pero se halla secularmente equilibrada en aquella altura. Es
la Gran Piedra.
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De parecido modo, la cordillera de patricios
que se ha perfilado ante ustedes en este curso remata en Martí. Martí
es parte de ella: nace de ese henchimiento espiritual que es nuestro
siglo XIX; sin embargo, se desprende de él y de nuestra isla y hasta de
nuestra historia con un perfil casi autónomo y con una eminencia tal que
se le ve desde muy lejos - cuando no lo tapan las nubes.
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Las nubes que tapan las cumbres son parte de
su destino cimero. En torno a estos hombres que no son ya meros
hombres, que son hombres geniales, se concitan inevitablemente los
cirros y los cúmulos de la apoteosis. La altura misma hace de ellos un
misterio, una zona inexplorada. Se les conoce sólo de perfil y de lejos.
Nos habituamos a hablar y a escribir de ellos en forma alusiva y
vagarosa con los acentos de la reverencia más que del examen. Son las
víctimas augustas de un panegirismo desbordado y sin detalles,
constantemente amenazado de convertirse en inerte beatería. Ya lo ven
ustedes: yo mismo hubiera querido comenzar esta semblanza de Martí en
tono menor y, sin poder remediarlo, me he encaramado a símiles
montañeros. Se acerca uno a Martí con un sobrio propósito de escrutación
y mesura, y se da uno de' bruces con eso, con la montaña. Tiene que
volver a alejarse para cobrarle el perfil.
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En una semblanza breve, como ésta a que me
obliga la índole del presente curso, no hay sino resignarse a eso. Pero
un amigo nuevo de Santiago logró subir ha poco a la Gran Piedra. Cuenta
que desde allí se ve un ancho trozo de isla y de mar; que la mole tiene
debajo como un gran cobijo, y que hay hondas cavidades en el cuerpo de
la montaña y una vegetación poderosa que por toda ella se derrama. Algún
día, supongo yo, logrará también alguien una proeza similar de
alpinismo martiano, y acabaremos de verle a Martí, empezaremos a verle,
todo lo que hay en su mole de hondura y de primor, de núcleo y de
accidente, de verticalidad magnífica y de elegante declive - y toda la
anchura de isla y mundo que se puede otear desde el. Por hoy tendremos
que contentarnos, una vez más, con mirarle el perfil.
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Para que este sea un poco cabal, debo hablar
del hombre, del artista, del pensador, del político. Porque de esa
cuádruple vertiente está hecho aquel enorme volumen humano que, como el
monolito de Santiago, se da en facetas desde su cumbre. La genialidad de
Martí, lo que autoriza a llamar a Martí genial con menos timidez con
que lo hizo Rubén Darío, es justamente esa diversidad en lo augusto, o
esa augustez en lo diverso: quiero decir, el rango impar que llego a
alcanzar en su condición humana por lo pronto, y luego en sus
realizaciones de hombre de palabra y de pensamiento, con haber sido
estas tan marginales a su capital empresa de hombre político. La
versatilidad es relativamente fácil, y hasta común en lo egregio de la
vida americana, por cierta múltiple solicitación de los pueblos nuevos
sobre sus hombres escasos. Pero Martí no es propiamente versátil: no es
talento equívoco, apto para vacar, por amenidad o por menester, a faenas
menores y distintas. Como Sarmiento -con quien le emparejo certeramente
la intuición poética de Darío- es más bien una suma de talentos
primordiales, cada uno de ellos ponderable en balanza universal.
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2 |
El primero, su talento de ser: el áureo don de humanidad que encarno en el una providencia misteriosa.
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De esa calidad humana, el testimonio capital
fue su vida. A un público cubano, no he de inferirle el agravio
sentimental de relatarla. Bastará con señalar algunos puntos de aquella
parábola perfecta que es, desde Paula hasta Dos Ríos, como la
trayectoria de un solo gran propósito disparado hacia su propio destino.
El destino es aquel empleo que una existencia necesita darse para estar
en conformidad con su ser íntimo. En el caso de Martí se nos aparece
corno la conjunción afortunada de una superior necesidad histórica con
una superior aptitud individual capaz de satisfacerla. Había que acabar
de emancipar a América; la independencia de Cuba y de Puerto Rico era
"la última estrofa" por escribir del poema bolivarino. Y surgió, por esa
providencia secreta de los pueblos que ningún materialismo histórico
podrá jamás explicarnos, el "hombre acumulado" -así- definía el propio
Martí al genio- capaz de realizar la tarea casi de la nada, casi
inventando su propia empresa.
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Vida heroica, por consiguiente. El heroísmo
principal de ella, sin embargo, no fue su culminación, sino el enorme
esfuerzo que hubo de mantener, desde la cuna a la muerte, para realizar
aquel destino: toda una secuencia de actos oscuros de voluntad en que el
niño, el adolescente, el adulto fueron trascendiéndose y superando su
propio ámbito en busca de ese mundo público ideal que es como el
domicilio platónico del cual ciertos hombres traen la nostalgia al
nacer. Martí empieza superando, en la infancia misma, las limitaciones
tremendas de su ambiente: la pobreza y la incultura absolutas de sus
padres, la disciplina de celaduría en su propio hogar, la españolidad
cerrada en la casa y fuera de ella. ¿Se mide bien lo que significa, a
esa edad, rebelarse contra todo eso? Hay un peligro de que, de puro
estar familiarizados con la vida de Martí, no le veamos bien todos sus
relieves. El heroísmo empieza allí: en los empeños infantiles de El
Diablo Cojuelo y La Patria Libre. Desde entonces, toda la vida de Martí
será ese vigilar y sufrir, ese quemar el amor y la paz en la pira de
deber que el mismo encendió, ese llevar adelante su propia convicción
cuando todos en redor suyo la niegan.
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Para eso había que estar ya casi
sobrenaturalmente dotado, La precocidad intelectual y moral fue otra de
las marcas constantes de su genio; esto y por decir que Martí fue precoz
hasta la muerte, sólo que cuando la precocidad es adulta la llamamos
videncia. A la edad de los trompos se suceden los preludios
periodísticos y la amistad grave a Mendive, el gesto formal de heroísmo
de la carta famosa. Con la adolescencia, entra ya en las
responsabilidades y trabajos mayores, y recibe el bautismo de fuego
solar del Presidio, donde un niño se dobla piadoso (¡con lo indiferentes
y crueles que suelen ser los niños comunes!) sobre el cuerpo yaciente
de un chino atacado del vómito. "He sabido sufrir", dice orgullosamente
al dejar la prisión. El trabajo primero de pluma, el primero ya adulto,
en que Martí cuenta todo eso, lo escribe a los dieciocho años, y es ya
una muestra asombrosa de sensibilidad moral y política, y hasta de buena
retórica. En el destierro prematuro, apenas le asoma el bozo y ya es el
Apóstol: ya anima, lidia, discute con los doctores. Va saltando
estaciones, como si adivinara lo tasada que le venía la vida para su
gran faena. Esa angustia adivinadora será siempre su acicate. Ensaya a
tener juventud; pero los dolores de Cuba no le dejan: los siente a
distancia como un latigazo. El héroe ciudadano es ese que no necesita
que lo público le hiera en sus intereses para sufrir de lo público.
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Aquella mocedad de Martí es un drama: el
conflicto entre esa sensibilidad herida y los derechos primarios a la
casa, la familia, la carrera, el amor. Ha terminado los estudios en
España. Cuba arde en la guerra de los Diez Años. Martí se va a México.
Hay también un heroísmo amargo en aquella decisión de no acudir todavía
al llamamiento desesperado de la manigua. Cuesta a veces más, cuando se
tiene cierta clase de alma, desertar de un deber que cumplirlo. La
fuente más copiosa de dolor en la vida de Martí fue la mutilación
indispensable en que tuvo que ir sacrificando los requerimientos
privados a los públicos. Los años juveniles de México, en que esa
jerarquía de deberes andaba aún invertida por la presión de la miseria
paterna, debieron de ser los más amargos para Martí. Luego viviría del
gozo de su propia angustia pública; pero entonces era el dolor árido y
vergonzante de contener su propio afán mayor. Se emborrachó de amor.
Amor de mujer; amor de ideas; amor de justicia y claridad para la patria
sustituta. No: no era simple patetismo romántico aquello que le
confesaba a Rosario Acuña de que había nacido con una infinita capacidad
de amar. Tan infinita era, que sólo llegaría a saciarse en el
sacrificio total de sí mismo.
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Pero algo debió de aliviarle entonces la
percepción instintiva de que debía reservarse, de que su hora no era aún
llegada. Su obra, en efecto, esperaba una dimensión mayor. No se
trataba -lo vería claro después- sólo de liberar a Cuba, sino de
liberarla en función de americanidad y de universalidad democrática. El
tenía que llegar a su sazón, y la realidad cubana con el. En mi
biografía ce Martí apunté la curiosa geometricidad, por así decir, de su
preparación americana. Sabio azar fue que viviera en México, en
Guatemala, en Venezuela más tarde; es decir, que conociera íntimamente
un país de cada zona de América. Toda su vida parece presidida por ese
fatum interno. Su experiencia de esas tierra le ensancha la comprensión
de lo histórico americano, le aguza aquel sentido de lo primario y lo
real con que se van a equilibrar en el la generosidad romántica y el
ímpetu idealista, y le da horizonte mayor a sus desvelos. El meditador
de la cultura y de la historia, afanoso por que acabe lo que queda en
América de aldeanidad, nace de esa vivencia continental, y el escritor
en que se hermanaron lo tradicional y lo nuevo, lo criollo y lo
universal. Sin esa experiencia, por añadidura, la empresa cubana de
liberación hubiera carecido de aquel profundo sentido rector suyo, de
aquel celo por crear, no un coto más para el caudillismo americano, sino
una república sana desde la raíz y compuesta del derecho y el menester
de todos.
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Pero ahora me interesa subrayar lo puramente
energético y moral de aquel ascenso a la responsabilidad histórica.
Fue, sobre todo, un magnífico saber esperar: tenso, activo y en cada
momento heroico. A las empresas conspirativas del 80, de la Guerra
Chiquita y del 84 se unió Martí sin convicción, sin más entusiasmo que
el del puro deber. Puede que efectivamente se le notara entonces, como
creyó notárselo Gómez en su sazón, una suerte de impaciente egotismo y
contrariado magisterio. Veía sin duda Martí que aquellas eran puras
improvisaciones sin sentido histórico, y acaso adivinaba que la
emancipación no lo tendría hasta que el mismo se pusiese por entraña de
ella. Un noble celo de su propio destino, que a los demás pudo
fácilmente parecer narcisismo acaparador, luchaba, en aquellos años de
espera, con la humildad voluntariosa.
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El problema de Martí era hacerse de
autoridad. La exclusiva del prestigio y del derecho al mando la tenían
los veteranos del 68. ¿Cómo podía aspirar a emparejarse con ellos,
cuanto menos a dirigirlos, un pobre poeta raído, sin bautismo de manigua
ni más títulos que una palabra opulenta? Como casi todos los problemas
políticos de método, era aquel un problema psicológico. Otros lo
hubieran resuelto por la lisonja y por la intriga: Martí no tuvo más que
abandonarse a su capacidad de querer. Puesto que para tener autoridad,
había que ser héroe, el cultivaría un heroísmo moral.
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Los últimos diez años de su vida fueron} una
exaltación creciente de esa voluntad de sacrificio. A los que le
negaron la opuso austeramente, remitiéndose a la prueba final del
tiempo. Todo lo dio con tal de hacerse amar. Sirvió tiernamente a todos,
para que le reconocieran el derecho de servir a lo patrio. Puso cátedra
de humildad para poder mandar, y de abnegación para poder exigir. Ahogo
en la propaganda su vocación de escritor lujoso. Por hacerle un hogar a
todos los cubanos, renuncio a su hogar de hombre; se quedó sin el hijo
propio, por ser padre de todos; sin sueldo seguro por dar un ejemplo de
independencia, el que la quería para su tierra entera. Hizo magisterio
de su talento, lección de su pobreza, y de su palabra, antorcha con que
encender sin quemar.
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Acabo por conmover a todos el espectáculo de
aquel amor y aquella fe ardientes, que hablaban sin odio un lenguaje de
pelea. A su servicio tuvo la mágica irradiación de energía de todos los
hombres en quienes la flaqueza se hace heroica; tuvo la fuerza ante lo
adverso de todos los que saben seguro el triunfo final, y aquella prueba
última de salirle al paso a la muerte cuando supo agotada su misión de
apóstol.
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No: por más que nos acerquemos a aquella
eminencia humana, será imposible descubrirle oquedades. En sazón de
resentimiento, Máximo Gómez escribió que Martí era "inexorable" y que
carecía "de abnegación", y hasta el Collazo converso de Cuba
Independiente dejo insinuaciones críticas sobre el modo íntimo de ser de
Martí: "... siendo excesivamente irascible y absolutista -anoto-
dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un hombre amable,
cariñoso, atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás..." Si así
fue, habría que reconocerle otro heroísmo, moral: el de haber superado
su propio temperamento. Al cabo, se es más hondamente ejemplar cuando se
logra esa perfección por disciplina de sí que cuando se responde sin
esfuerzo a una perfección natural que, por lo demás, solo se da como
milagro en la hagiografía, no en las vidas heroicas del mundo.
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Me parece, sin embargo, que esos juicios a
que acabo de aludir' -tan aislados, por lo demás, entre los testimonios
del carácter martiano - obedecen a la incomprensión, por dos hombres más
enérgicos que sutiles, de lo verdaderamente central en el alma del
Apóstol, que fue la pasión. La clave de la patética martiana, y aún,
como mostrare luego, de toda su obra, fue el amor. Cuesta un poco de
esfuerzo hacerse cargo de la realidad y la intensidad de esta aptitud
amorosa en Martí. Todos tenemos -¡pobre de quien no lo tenga!- cierto
don de querer. Pero en la generalidad de los hombres es un querer
selectivo, irregular, condicionado. Lo singular en Martí, lo genialmente
humano en el, es la universal, la absoluta y persistente dimensión de
su capacidad de simpatía. Los que te conocieron a fondo dan testimonio
de ella. La pregona su vida entera. El mismo la declara a cada paso y se
la pide a los demás conmovedoramente. Si a veces hasta parece excesivo,
si sugiere al pronto un recelo de dulzarrona y como profesional
zalamería, es por lo mismo que se trata de una de las dimensiones -la
dimensión emotiva- de su genialidad, y porque el mundo nunca ha estado
habituado a este ejercicio y publicación de amor.
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La pasión es ese grado en que el amor se
hace como una angustiada codicia de querer y servir. A ese grado estaba
siempre exaltado en Martí. Su arrogancia ocasional de hombre humilde, su
ira de hombre dulce, eran los modos cómo reaccionaba, frente al
obstáculo tenaz, aquella caridad voluntariosa. El era de los apasionados
a quienes declaró "primogénitos del mundo".
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Lejos de hacerlo inverosímil, esa
universalidad del amor en Martí es la prueba de lo genuino del
sentimiento mismo. En lo moral, al contrario de lo puramente biológico,
sólo el amor que no distingue ni exige es amor verdadero. Scheler ha
demostrado que la razón de esto se halla en la propia naturaleza amorosa
del amor, que consiste en ser un "portador de valores morales", es
decir, en tornar precioso todo lo que toca. El candor de Martí, su
optimismo, su fe proceden de esa misma raíz. De ella le vino el ser un
gran carácter, un gran escritor y un gran político.
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3 |
El poeta en él estaba, en efecto, regido por
ese mismo imperativo amoroso de su espíritu. Cuando digo el poeta no me
refiero solamente al hombre de versos: me refiero también al escritor,
al orador y, por consiguiente, al hombre de pensamiento.
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Casi todos los investigadores de lo
martiano, ávidos de tomarle a nuestro gran hombre todas sus dimensiones,
hemos caído alguna vez en la tentación de aislar un filósofo en él. La
verdad es que no pasamos nunca de descubrir, junto a una evidente unidad
y hondura de visión, cierto amorfismo vagaroso. Y es que Martí no era
propiamente un pensador, cuanto menos un filósofo. Como lo dejó ya
entender Unamuno, alma gemela, su organización mental y espiritual era
esencialmente poética. El poeta siente la verdad como cosa dada: por
consiguiente, no la busca: no es hombre de preguntas, sino de
afirmaciones: no razona, sino intuye. La esfera de esta intuición es su
propia intimidad. Esto supone una identificación entre el ser del poeta y
el ser del mundo, y de ahí que en todo poeta haya un fondo monista,
panteísta y místico. El pensamiento de Martí, lo que en él hay de
pensamiento, es, como veremos, lo bastante preciso e insistente para
acusar ese núcleo de tendencias mentales. Pero antes quiero considerar
brevemente al poeta que escribió prosa y que hizo versos y discursos.
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Decía que el amor presidió íntimamente esa
obra. El amor es la emoción poética por excelencia, por lo mismo que
tiende a unificar toda la experiencia, a vincular intimidades. La
actitud espiritual de Martí es, en ese sentido y en otros menores,
esencialmente amorosa. No quisiera dar la impresión de que estoy
forzando pedantemente una tesis si digo que, en general, los escritores
se clasifican primariamente según tiendan a la concentración o a la
efusión. Hay escritores centrípetos y escritores centrífugos; ecónomos y
generosos.
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El escritor del primer tino escribe para su
propio deleite, sin importársele mucho la servicialidad de lo que
escribe; tiende al regodea intelectual y contemplativo: al celo de su
originalidad, al rigor crítico frente a la obra ajena. Necesita
autorizarse de mucho discurrir: es frío, ceñido, vigilado. En cambio, el
escritor generoso escribe por una necesidad de simpatía y de servicio,
apela a la comunidad de ideas y de sentimientos; es intuitivo, ardiente,
caudaloso y benigno. Entre esos tinos extremos, más o menos cerca de
uno de otro, se sitúa toda la fauna.
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Pues bien: Martí es el tipo mismo del
escritor generoso. El amor se le traduce en una intensa irradiación de
simpatía que alcanza, no sólo el fondo de su obra, sino hasta el estilo.
Todo el universo resuena en él, le solicita con sus novedades, le hace
admirar o padecer. En lo moral, que es también para él lo cultural y lo
histórico, le anima un ardiente espíritu redentor. Sufre por el atraso,
por los obstáculos, por la apatía del mundo. Quisiera educarlo y
alentarlo incesantemente. Su humildad está cuajada de admoniciones.
Exalta sin tasa la virtud. La benignidad es su norma: no sabe de más
crítica que el silencio. Una curiosidad inagotable, que es también un
modo de querer todas las cosas, le da un vasto radio a su interés,
permitiéndole describir a maravilla hasta lo nimio del humano o natural
espectáculo. Su género es la literatura de animar y servir: por
consiguiente, el ensayo edificante, la semblanza plutárquica, la carta
que agita y gana, la crónica que echa la imaginación a visitar mundos,
el gran periodismo generoso, destinado a agotarse en la dádiva inmediata
a todos, y no a vivir para pocos en lo tasado del libro.
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La técnica misma del escribir, en Martí, es
sabia en los recursos del amor. Hombre de pasión, piensa por
intuiciones. La intuición -ha dicho finísimamente Madariaga- es "la
pasión de la inteligencia-; y como su naturaleza consiste precisamente
en una "arribada instantánea al momento vital de la certidumbre", el
pensamiento intuitivo excluye los procesos pausados de la lógica. De
aquí que Martí raras veces razona, si no es para señalar cómo las cosas
nacen unas de otras y se enlazan en una fraternidad universal. Como
observa él mismo de Emerson, con quien tiene tan profunda afinidad,
"escribía como veedor, y no como meditador". El estilo, sanguíneo y
palpitante, casa lo viejo con lo nuevo: la dignidad conceptuosa nutrida
en el "tuétano de buey de los clásicos", que dijo Gabriela Mistral, con
el centelleo cromado del modernismo que asoma por el horizonte. Derrocha
la imagen, porque la imagen es el símbolo de que se vale el poeta para
mostrar el secreto parentesco de todo; pero al mismo tiempo, ciñe la
realidad jugosa con el adjetivo- exacto y virginal, y como quiere meter
tanto del mundo en su palabra, le resulta a su estilo esa prisa elíptica
y esa preñez que él mismo le ponderó a Cecilio Acosta y que no es
oscuridad, sino como una especie de angustia poética.
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Donde más se la echa de ver es en sus
cartas. "Es mal mío -le confesaba en una de ellas a Mitre- no poder
concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los pequeños
moldes, y hacer los artículos de diario como si fueran libros, por lo
cual no escribo con sosiego, ni con mi verdadero modo de escribir, sino
cuando siento que escribo para gentes que han de amarme—... Las cartas,
por consiguiente, nos lo dan como 'más verdadero: aquellas cartas de
ávida ternura, de conciencia en vilo o de lacerada vigilancia, donde
cada palabra, cada frase, va cargada de pasión y hasta de acción, donde
una prisa dramática pide que se le adivinen mundos de tiempo y de
sentido. Unamuno escribió que las palabras en esas cartas de Martí
parecen creaciones, actos. ¿No lo era, en rigor, toda su literatura? ¿No
era una gran impaciencia de la palabra? Lo importante siempre para él
fue la acción: "el acto -dijo- es la dignidad de la grandeza". Toda su
obra escrita -cuando no fue pasión sofocada- fue agonía verbal.
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Al orador, según dicen algunas personas
sinceras que le escucharon no le entendía fácilmente. No podía ser. El
caudal desbordaba las represas de la atención. Varona mismo dejó escrito
que, oyendo una vez a Martí, "cautivado por la melodía, poca atención
había podido prestar a la trama lógica de las ideas". Aquella oratoria
-que sólo se aclara en la página impresa- arrebataba, en efecto, a las
gentes en la armonía del gesto, del lujo verbal, de la fuga lírica y la
alusión fulgurante. No era, en suma, oratoria clásica y suasoria, sino
la buena poesía oral de la resaca romántica y también ella se producía
como una especie de acción, encaminada a suscitar una emoción épica de
presencia: una emoción no de recuerdo, sino de esperanza.
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La otra poesía, la lírica pura, la no
destinada a la comunicación, es la de sus versos. "Versos de cabeza
hecha a dormir en almohada de piedra como dijo él mismo: poesía de
suspiro y desvelo. Por más que, en algún momento de política literaria,
celebrara la pseudopoesía de edificación y mensaje que solía perpetrar
su época, él se sabía muy bien -como acaso no lo supo antes que el nadie
de su siglo y de su lengua, si no Bécquer- que no hay poesía verdadera
sin intimidad y misterio. Dijo hondamente: "Tal vez la poesía no es más
que la distancia". Separarse, en efecto, de la presencia concreta de las
cosas y contemplar sus imágenes en el agua profunda del espíritu. En la
medida en que así lo hizo, él que no tuvo mucho tiempo para
ensimismarse, captó la gracia poética verdadera. Sus "endecasílabos
hirsutos' tenían aún demasiado ardor comunicativo. Sin poesía genuina es
la de los "versos sencillos", donde se cumple tan bien aquel saber
suyo: "no se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción
noble o graciosa". Esta emoción era casi siempre de amor. Apenas tocó
Martí el amor como tema; pero fue esencialmente un poeta amoroso.
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4 |
Hay en el, finalmente, una acción amorosa de las ideas.
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El origen de lo que -con las reservas que ya
dije- podernos llamar su pensamiento es, principalmente, el mismo: su
propia hechura temperamental. Todo su ideario es revelación de alma,
despliegue de intuiciones. Influencia de época, sin embargo, reforzaron
por una parte ese subjetivismo; por la otra lo sometieron a contrarias
solicitaciones. En lo romántico se confirmó su vocación íntima; pero la
corriente naturalista que venía del fondo del siglo y que tuvo en el
positivismo su estuario, fecundó también aquella mente unidora y
totalizadora de Martí. Ambos aportes intentaron resolverse en una
síntesis, más poética que filosófica, de espiritualismo y naturalismo.
Era esta, subrayo, una necesidad radical del espíritu martiano. La
condición amorosa de su temperamento se traducía en una avidez de
solidaridad universal. "El amor -escribió Hegel- es la sensación del
Todo-; y un epígono moderno del romanticismo, von Hartmann, añade que el
amor "es, desde el punto de vista teórico y universal, la intuición de
la identidad esencial de los individuos". Esta identidad esencial es
precisamente la idea más insistente en Martí. "La vida es universal
-escribió-, y todo lo que existe mero grado y forma de ella, y cada ser
vivo su agente, que luego de adelantar la vida general y la suya propia
en su camino por la tierra, a la Naturaleza inmensa vuelve, y se pierde y
esparce en su grandeza y hermosura". De todo esto se deduce una
conclusión espiritualista. Como en la naturaleza "no puede haber
contradicción" y como en el hombre, que es parte de ella, no se puede
negar lo espiritual soberano, esa marcha del mundo tiende a la
realización plena del espíritu en el universo. La realidad tiene, así,
un sentido y un destino moral.
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Estas ideas no eran nada nuevas, por
supuesto. La gran tradición neoplatónica, que reverbera en la mística
española, les tenía abonado de atrás el terreno en la península. En su
formulación moderna eran del patrimonio romántico y, como es sabido,
habían hallado en la filosofía idealista del romanticismo alemán su
formulación sistemática. Ese idealismo impregnaba el ambiente español en
los años de formación intelectual de Martí. No es dudoso que, como los
españoles del 70, recibiera Martí su influencia por la vía del
krausismo, que a la sazón hacía furor en España. Krause es el filósofo
del armonismo masónico. Más tarde, en los Estados Unidos, las mismas
ideas afluyeron al caudal de Martí en la doctrina de Emerson y los demás
trascendentalistas de la Nueva Inglaterra. Con un poco menos de
misticismo, medio Martí está ya en el poético meditador de Concord. El
magnífico ensayo que sobre el escribe es un testimonio de afinidad
profunda. Finalmente, hay que señalar que ese panteísmo espiritualista
no deja de estar matizado en Martí por ciertos reflejos del misticismo
oriental, recibidos probablemente durante sus años de México.
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A esos caudales místico-románticos se
mezcla, como decía, el aluvión naturalista que trae del siglo XVIII su
exaltación de la razón humana y de la naturaleza, y que, nutrido por
evolucionismo de Darwin a mediados del XIX, asume su disciplina
escéptica y cientificista en el positivismo de las últimas décadas.
Martí, que había nacido en "la cuna liberal del siglo", recibe en los
Estados Unidos las oleadas del mar spenceriano. De todo este repertorio
de influencias se equipa aquel culto reverencial de la naturaleza, y por
tanto, de lo primario y espontáneo; su concepción evolucionista del
mundo y de la historia; sus actitudes antidogmáticas y de practicismo
intelectual; en una palabra: su positivismo.
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Lo genial es como Martí absorbe y funde en
coherencia poética esos elementos desacordes. Todas las ideas que recibe
han sido repensadas y fraguadas en su propio molde. De esa amalgama
entre "el conocimiento racional y amoroso de la naturaleza" y el de "la
perdurabilidad y trascendencia de la vida", deriva sus mensajes más
personales y positivos: su pensamiento ético, histórico, político.
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Se ha hablado mucho, en cuanto al primero,
de la filiación estoica de Martí. No estoy seguro de que no se haya
exagerado un poco. Martí es afín, desde luego, por temperamento y por
cultura a la tradición senequista española. Pero, sobre que ésta, como
tradición intelectual, me parece haber sido en exceso abultada, no hay
duda de que en Martí se da en forma muy poco castiza. Su austero sentido
del deber, su aceptación del dolor y su aprecio de la dignidad humana
son actitudes estoicas; pero enriquecidas, humedecidas, si se me permite
la palabra, por otras más delicadas esencias. Lo que sobre todo aparta
la ética de Martí de la ética estoica es el lugar predominante que en
ella tiene el amor. Nada más distante de la apasionada idea moral
martiana que aquel desideratum de apatía, de serenidad a todo trance, de
repugnancia a todos los afectos, incluso la compasión, que caracteriza
la moral de los estoicos, principalmente de los romanos. Es también
cierto de Martí (quien no creía que, por española, se debiera malquerer a
Santa Teresa) lo que dice Rousselot del estoicismo de los místicos
españoles. Cristo ha pasado por aquel desierto de entusiasmos que tenía
su fórmula en el sustine et abstine clásico. Martí sufre y soporta; pero
no se abstiene: 'ama. Y así nos ha dejado una ética del deber que llega
hasta la fruición del dolor, "sal de la gloria", y una didáctica del
desinterés como "ley general de la naturaleza humana".
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Su concepción de la dignidad, capital para
su pensamiento político, representa una fusión de la idea estoica de la
dignidad del hombre como partícipe en la razón universal, y la idea
naturalista y revolucionaria del hombre como sujeto de derechos
naturales y principalmente del derecho al respeto de los demás hombres.
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Su pensamiento histórico-cultural es
asimismo una proyección armónica de la síntesis central de su filosofía.
Evolucionismo y espiritualismo se dan la mano. Todo acontecer es
episodio de la vasta evolución en que el Espíritu se va volviendo a
encontrar a sí mismo en la naturaleza. En definitiva, pues, las fuerzas
morales gobiernan al mundo, y la calidad de cada civilización se mide
por el grado de esa presencia espiritual en ella, por el estilo de
hombre y de mujer que produce. La tarea esencial es, por tanto, mejorar
este estilo humano: educar al hombre para el ejercicio de la plena
dignidad espiritual.
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5 |
No menos que el ideario pedagógico, nace de
esos postulados el ideario político. Tiene en ese sentido el pensamiento
de Martí dos direcciones fundamentales: una dirección ética y práctica,
cuyo eje fue el amor, y otra doctrinal y política, cuyo fin es la
libertad. Pero estas dos direcciones en rigor coinciden en una sola.
Vale decir que para Martí lo ético es de la esencia de lo político y
viceversa. Como el hombre, los pueblos han de ser dignos, han de ser
responsables. No pueden serlo, si no tiene la libertad para crear y para
regir sus propios destinos. La pura libertad formal, sin embargo, no
basta: "¡Qué infeliz Jamaica -exclama Martí-, y que caída, con sus
libertades inútiles, sin el dominio ni el concepto de sí propia!" El
coeficiente de la libertad es, pues, ese concepto de sí, la dignidad; y
la condición de la dignidad histórica es la independencia.
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Por eso Martí dedicó su vida entera a la
independencia de la porción de humanidad en que le tocó nacer. Ese fondo
espiritualista explica lo que de visionario y ardiente hay en la
prédica martiana por la independencia. Acaso sea un alivio decir que
Martí no fue propiamente un político, sino un revolucionario: es decir,
un poeta de la acción histórica. Político en el sentido grande, o sea,
hombre de razón y de cálculo, prosador de la empresa pública, fue, por
ejemplo, Montoro. Martí, poeta "en versos y obras", como él mismo le
escribía a Varona, se inclina a esa suerte de metáfora o salto histórico
que es toda revolución, y se inspira en una imagen hiperbólica de la
patria. Acaso no hubiera pedido servir para el menester de continuidad y
detalle que vino después. Pero sólo un poeta como él pudo haber creado
la patria: sólo un poeta pudo habernos dado su imagen ideal con
suficiente dramatismo y hermosura para inducir a morir en la tarea de
ganarla. Dije antes que Martí casi había inventado su propia empresa; el
"casi" era un tributo a la veteranía separatista del siglo. Pero ya
Lanuza, valientemente, dejó escrito que "el pueblo cubano, en aquel
tiempo,... no quedaría, en su mayoría al menos, la revolución". A pura
voluntad histórica hizo Martí quererla: a pura visión poética logro que
creyeran en ella. Pocos casos más ciertos se han dado en la historia de
esa fuerza de creación que Unamuno lo reconocía a la fe.
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No es acaso excesivo afirmar que fue esta
también una manifestación de su capacidad de amor. El amor es ciego en
cuanto que no pone condiciones para entregarse; pero suele ser a la vez
sumamente perspicaz para descubrir las posibilidades de exaltación de la
cosa amada. Acaso la previsión política misma, más que una decantación
de experiencia, sea, en ciertos visionarios ardientes del linaje de
Martí, como una forma misteriosa de conocimiento por amor. Esa simpatía
profunda sería la que le permitió a Martí percibir el latido del
subsuelo cubano, que era el alma contenida de su pueblo, cuando los
demás solo le veían la impávida superficie. Ella explicaría también su
optimismo patrio: su estimación generosa de nuestro carácter y su
confianza en la capacidad política de la república futura.
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Todo lo cual no obsta para que Martí -hombre
de ala y de raiz- fuese además en lo político un percibidor muy fino de
todas las realidades. Concibió la independencia en función continental.
En una época en que todavía los países hispánicos andaban como
distraídos del amago potente de fuera, el vio con justeza lo que luego
otros han sobrevisto con histeria: la urgencia de cerrar el ciclo
bolivarino, para que no pudiera dejar brecha a ninguna expansión
imperial. Maestro de conspiradores, supo aprovechar sagazmente la
necesidad de importar la acción revolucionaria y capitalizo nostalgias,
concertó autoridades y recursos, construyo, en fin con sigilo y eficacia
insuperables, un mecanismo invasor de hombres, de armas y de ideas.
Predico la revolución hasta el último instante sobre un tema de amor,
para que no se quebrantase aquella solidaridad de lo heterogéneo en que
había que fundar la patria "con todos y para todos". Muy de atrás se
cuido de que la patria futura tuviese sana raíz democrática, y riño con
Gómez por ello. Más tarde escribía: "Si no se hace la guerra según el
plan de las emigraciones (es decir, según su plan), los del' 68 se la
llevan, y tenemos lo de las primeras repúblicas americanas'. No, no era
una orgía de caudillos, ni una oligarquía letrada más lo que el quería
para Cuba. Quería -ustedes recuerdan la famosa sentencia- la república
"una sagaz y cordial" que "tuviese por base el carácter entero de cada
uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí
propio, el ejercicio íntegro de los demás; la pasión en fin, por el
decoro del hombre". La democracia no se ha definido nunca con más
hondura.
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Y no es que Martí se hiciese demasiadas
ilusiones. La norma evolucionista de su pensamiento le inducía a
percatarse de que todas las cosas, cuanto más las realizaciones humanas,
tienen su curso y sazón. Sabía que a Cuba le aguardaba su inevitable
proceso de integración interna y que, en tanto, tenía que sudar su
calentura. Pero confiaba en una buena voluntad rectora del cubano
futuro. "A ver si me falla -escribió en los días fundadores.- Esa sí que
sería puñalada mortal".
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Felizmente, no tuvo ocasión de recibirla.
Cuando escribió en la manigua, dos o tres días antes de su muerte: "Para
mí ya es hora", acaso tuvo su última adivinación. Acaso sentía ya
agotados los días de grandeza, loa días de creación y desinterés, que
habían sido su destino. Su agonía había terminado. Sin quererlo, se dejó
matar, por una vocación recóndita de su alma, más poderosa que todo
raciocinio.
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"Sé desaparecer. Pero no desaparecerá mi pensamiento".
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Su pensamiento no ha desaparecido. Le ha
faltado vigencia oficial, eso sí, porque todavía no se ha logrado en
Cuba poner la autoridad al servicio de la nación. Pero su pensamiento
está ahí, esperando su hora de plenitud. Terminemos como sólo se ha de
terminar siempre: con unas palabras suyas. Estas parecen escritas para
hoy:
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"El cubano ahora ha de llevar la gloria por
la rienda; ha de ajustar a la realidad conocida el entusiasmo; ha de
reducir el sueño divino a lo posible; ha de preparar lo venidero con
todo el bien y el mal de lo presente; ha de evitar la recaída en los
errores que lo privaron de la libertad; ha de poner la naturaleza sobre
el libro. Ferviente ha de ser como un apóstol, y como un indio sagaz...
Alma trágica es lo que los cubanos han de tener por el tiempo que
corre".
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