Durante la etapa colonial el pensamiento político cubano evolucionó desde los reclamos enarbolados por Félix de Arrate a mediados del siglo XVIII, hasta la idea de la república moderna de José Martí. Los que le precedieron al apóstol, con excepción del padre Varela, protagonizaron una constante lucha por libertades políticas, económicas y culturales con el fin de lograr, bien la equiparación entre peninsulares y criollos, bien la condición de provincia española, bien la autonomía; pero casi siempre desde y para la clase social que representaban, y siempre también, en detrimento del resto de las clases y sectores que coexistían en la Isla.
Si las naciones emergen de complejos procesos de acercamiento social, cultural y económico, mediante los cuales, comunidades de orígenes diferentes van adquiriendo conciencia de pertenencia e identidad común, era lógico que tan contradictorio esfuerzo en la Isla –igualdad con los de arriba y desigualdades hacia los de abajo– no podía conducir sino a una historia de violencia. Una de las más evidentes pruebas de esa contradicción la escenificó una figura tan brillante como José Antonio Saco, quien, imbuido de las ideas de la modernidad, elevó el concepto de patria desde el territorio limitado de las primeras villas hasta el de patria-nación; pero en su concepción, los oriundos de África, que en aquel momento constituían aproximadamente la mitad de la población, no formaban parte de esa patria. Así lo expresó en una oportunidad: “La nacionalidad cubana de que yo hablé, y de la única que debe ocuparse todo hombre sensato, es la formada por la raza blanca”.
La exclusión no se limitó a los originarios de África, que ocupaban el último lugar de una pirámide descendiente que iba desde diferencias entre los propios hacendados, pasando por la clase media, los campesinos blancos, los artesanos, y los colonos chinos. Una diferenciación social que recibió el primer fuerte impacto con la Guerra de 1868 donde, a pesar de las diferencias coincidieron en un propósito común, desde los negros esclavos con su agenda abolicionista hasta los blancos hacendados con su agenda independentista en busca de la libertad, unida a los derechos y a la igualdad de participación en los asuntos nacionales. Una guerra que sacudió pero que no pudo eliminar las raíces de la exclusión y la injusticia.
José Julián Martí Pérez, político, historiador, literato, orador, periodista, maestro, el más informado de su época, retomó ese largo e inconcluso proceso de conformación de la nación cubana para conducirla hasta una república moderna, camino que comenzaba por lograr la independencia de España; un complejo y trascendental reto al que lo sometió la historia, y que él aceptó.
La personalidad
Hijo de padre militar y de madre de limitada instrucción, el encuentro con don Rafael Mendive, director de la Escuela de Varones de La Habana, les propició un mutuo conocimiento. El profesor tuvo el elevado mérito de descubrir el talento de quien devendría figura cimera de la política en Cuba y de esculpir un hombre con mayúscula. Por su parte, Martí entró en contacto con lo más valioso del torrente de ideas políticas y culturales que se habían conformado en la colonia desde su surgimiento. Desde allí, comenzó una incansable obra que quedó trunca con su caída en combate.
Para comprender su accionar hay al menos dos elementos que no pueden dejarse de lado: Primero el amor como virtud, que era para Martí “la única ley de la autoridad”, sentir que expresó así: “en la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cada mejilla de hombre”. Esa virtud, devenida fuerza magnética nos recuerda las palabras de San Pablo: el amor: todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, y que Martí definió así: “En mí, el amor a la patria sólo tiene un límite; y es el temor de que imagine nadie que por mi interés me valgo de ella, ni siquiera por el interés de ganar fama…”; convicción que le permitió proclamar una guerra sin odios para no levantar barreras infranqueables en la conformación de la unidad nacional. Segundo, su pensamiento, esencialmente intuitivo, cuyo propósito, según Jorge Mañach, fue siempre definir. Sus ideas, que “no se nos dan nunca sustanciadas o razonadas, sino sólo declaradas con vehemente certidumbre” y para confirmarlo cita a Martí: “Hay ideas que yo elaboro, y compagino, y urdo, y acabo, y son las más pobres de las que pasan como mías. Otras vienen hechas, acabadas de suyo, sin intervención alguna de mi mente, y se salen sin mi permiso, sin preparación y sin anuncio, de mis labios”. Ideas sopesadas que Mañach denominó “armonismo martiano”.
Una simbiosis de amor, intuición, pasión, magnetismo, armonía y profundidad sin la cual era imposible enfrentar, en las condiciones de Cuba, la obra de organizar una guerra, “fatalmente necesaria” como él la calificaba, para desde ella, arribar a una sociedad de paz, armonía y justicia.
La República
Desde esa formación, esencialmente humanista, Martí proyecta la fundación de la república, que en su ideario es forma y estación de destino, a diferencia de la guerra y del partido, concebidos como eslabones mediadores para arribar a ella. Así, la república, que había tenido su primera manifestación en Guáimaro, asume en Martí su más alta definición: alma democrática de la nación.
Para Martí, el concepto de patria, que Saco había elevado hasta la patria-nación, era: “comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”; mientras el de república, contenido en sus discursos, cartas y documentos, era: estado de igualdad de derecho de todo el que haya nacido en Cuba; espacio de libertad para la expresión del pensamiento; de muchos pequeños propietarios; de justicia social, que implicaba el amor y el perdón mutuo de una y otra raza, edificada sin mano ajena ni tiranía, para que cada cubano sea hombre político enteramente libre. Definiciones que remata con ese ideal devenido puro formalismo: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre.
La política
A partir de esos conceptos Martí establece una relación genética y lógica entre partido, independencia y república. En un estudio crítico acerca de los errores de la Guerra Grande, realizado en 1880, se pregunta: ¿Qué pasó? ¿Qué está pasando?, de cuyo análisis resulta un sistema de principios que se pueden sintetizar así: el papel de la política y su carácter democrático y participativo; la revolución como forma de la evolución; la necesidad de tener en cuenta todos los componentes en el análisis; la unión de los diversos factores; y el tiempo en la política, es decir, hacer en cada momento lo que en cada momento es necesario. En ese estudio político están los cimientos de la teoría de la revolución, que incluye la guerra necesaria y el papel del partido como institución organizadora. Para demostrar lo antes dicho basta con citar la lectura realizada en Nueva York el 24 de enero de 1880:
“Debe hacerse en cada momento, lo que en cada momento es necesario. No debe perderse el tiempo en intentar lo que hay fundamento harto para creer que no ha de ser logrado… Aplazar no es nunca decidir, –sobre todo cuando ya, ni palpitantes memorias, ni laboriosos rencores, ni materiales y cercanas catástrofes, permiten nuevo plazo. Adivinar es un deber de los que pretenden dirigir. Para ir delante de los demás se necesita ver más que ellos”. “Los que intentan resolver un problema, –no pueden prescindir de ninguno de sus datos. Ni es posible dar solución a la honda revuelta de un país en que se mueven diversos factores, sin ponerlos de acuerdo de antemano, o hallar un resultado que concuerde con la aspiración y utilidad del mayor número”.
El Partido
El análisis de los errores en la guerra pasada y el conocimiento de la política y de los partidos, en España y América, lo conducen en los 12 años transcurridos entre 1880 y 1892, a fundar un partido como institución organizadora, controladora y creadora de una conciencia encaminada a sustituir la espontaneidad y la inmediatez. Idea que expresó a Gómez en 1882: “…sólo aspiro a que formando un cuerpo visible y apretado aparezcan unidas por un mismo deseo grave y juicioso de dar a Cuba libertad verdadera y durable, todos aquellos abnegados y fuertes, capaces de reprimir su impaciencia en tanto que no tenga modo de remediar en Cuba con una victoria probable los males de una guerra rápida, unánime y grandiosa”. Y cinco años después, ante la proximidad de la guerra, le dice nuevamente a Gómez: se carece de “un plan que lo una y un programa político que lo tranquilice”
En las Resoluciones de noviembre de 1891, consideradas como el prólogo a las Bases del PRC, plantea que la organización revolucionaria no ha de trabajar por el predominio, actual o venidero, de clase alguna; sino por la agrupación, conforme métodos democráticos, de todas las fuerzas vivas de la patria; por la hermandad y acción común de los cubanos residentes en el extranjero; y por la creación de una república justa y abierta…para el bien de todos.” 1
Para la fundación del partido, Martí se apoyó en los clubes que se habían formado durante la Guerra de los Diez Años, pero a diferencia de estas asociaciones primarias, el partido contaba con funciones económicas, educacionales y financieras, además de una estructura militar secreta y una red entre toda la oficialidad para elegir a su jefe. Aquí Martí tenía muy presente el recuerdo del Plan de 1884, donde Gómez lo disponía todo sin otra consulta que la de Maceo, por ello, ahora, en el partido y en la guerra tenían que ir los gérmenes de la futura república democrática.
La Guerra
Por su formación y su conducta, Martí fue siempre un enemigo declarado del empleo de la violencia. En mayo de 1883 en el artículo Karl Marx ha muerto, a la vez que reconoce los méritos del fundador del marxismo, señala lo que considera sus limitaciones: “… Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero anduvo de prisa, y un tanto a la sombra, sin ver que no nacen viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de la mujer en el hogar, los hijos que no han tenido gestación natural y laboriosa… Suenan músicas; resuenan coros, pero se nota que no son los de la paz”.
Luego, en 1892 expresó: “Y no es el caso preguntarse si la guerra es apetecible o no, puesto que ninguna alma piadosa la puede apetecer, sino ordenarla de modo que con ella venga la paz republicana, y después de ella no sean justificables ni necesarios los trastornos a que han tenido que acudir…”2. Desde ese credo de amor al hombre se vio obligado a asumir, por la terquedad de España, el uso de la violencia; conceptos que quedaron perfectamente definidos en el Manifiesto de Montecristi firmado por él y por Gómez.
Martí no era ajeno a los peligros que acechaban su empresa, entre ellos, el más tenaz, lo era, sin dudas, el del caudillismo. Basado en sus estudios de la historia de Cuba y de América, puso todo su empeño en lograr con la educación política a través del partido y desde la guerra un cambio en la mentalidad de la mayoría de los jefes militares. Esa es la razón por la que se separa del Plan Gómez-Maceo y por la que le escribe al generalísimo: “…Pero hay algo que está por encima de toda la simpatía personal que usted pueda inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente: y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta…”
A pesar de 15 años de esfuerzo, los males que dieron al traste con la Guerra Grande asomaron nuevamente. En el Diario de Campaña, 14 días antes de su muerte Martí anotó: “…Maceo tiene otro pensamiento de gobierno, una junta de los generales con mando, por sus representantes, –y una Secretaría General: –la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército, como secretaría del ejército”.
A pesar de ello el pensamiento martiano permaneció vivo. En la constitución de Jimaguayú se plasmaron sus ideas esenciales. “De aquella asamblea constituyente –expresó Emilio Roig de Leuchsenring– salió en plena guerra, una república civil democrática y fueron repudiados todo gobierno militar y toda dictadura”. De igual forma ocurrió en la constituyente de la Yaya, donde se impuso la tendencia democrática y civilista. Una tradición que fue entorpecida posteriormente por la ocupación norteamericana y la imposición de la Enmienda Platt.
Como presentimiento de que su labor no diera el resultado que emanaba de su prédica de entrega y de amor, expresó el 10 de octubre de 1890: “El político de razón es vencido, en los tiempos de acción, por el político de acción; vencido y despreciado, o usado como mero instrumento y cómplice, a menos que, a la hora de montar, no se eche la razón al frente, y monte. ¡La razón si quiere guiar tiene que entrar en la caballería! Y morir, para que la respeten los que saben morir”. Una experiencia que nos alerta sobre el obstáculo que representan las imperfecciones humanas y nos indica que los cambios sociales comienzan por el cambio al interior de los seres humanos, sobre todo de los que pretenden protagonizar esos cambios.
Conclusiones
Pasado más de un siglo de su caída en combate la república con todos y para el bien de todos, por la que murió el Maestro, continúa pendiente. Una vez fracasado el modelo de socialismo totalitario, excluyente por naturaleza, el pensamiento martiano, síntesis de amor, virtud y civismo, constituye un buen punto de partida para edificar una nación y una república donde la dignidad plena del hombre devenga realidad.
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1. Resoluciones tomadas por la emigración cubana de Tampa y Cayo Hueso en noviembre de 1891. MARTÍ, JOSÉ. Obras Escogidas en tres tomos. TIII, p.23.
2. MARTÍ, JOSÉ. Obras Escogidas en tres tomos. TIII, p. 65
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